Trasplantes de útero

La primera vez que leí sobre trasplantes de útero me encontraba en la biblioteca pública de un pueblo islandés. La casualidad quiso que aquella biblioteca fuera un antiguo hospital. Así lo atestiguaba la colección de antiguos aparatos e instrumentos quirúrgicos que, desde sus gélidas vitrinas, daban un aire de casa de los horrores al edificio blanco de dos plantas. Pero también hablaban de vida, de la gente que tuvo un lugar al que acudir en su peor momento.

La noticia que leí trataba del gran revuelo causado por un experimento. Dos investigadores de Shanghái habían conseguido que ratas macho llevaran a término un embarazo, después de trasplantarles el útero de una hembra. Para conseguirlo recurrieron a un método que, como los instrumentos médicos en la biblioteca, daba un tono siniestro al asunto. La técnica se llama parabiosis, y consiste en conectar los vasos sanguíneos de dos individuos para que compartan la sangre que fluye por sus venas. Menos del 4% de las ratas macho sobrevivieron a la cirugía y la gestación, y solo gracias a la sangre de una hembra que pasó por un embarazo paralelo.

El paper era un borrador que todavía no había sido aceptado en ninguna revista ni había pasado la revisión por pares, por lo que su veracidad era cuestionable. Aun así, la reacción fue contundente. Muchos investigadores se preguntaron si valía la pena someter a los animales a un experimento tan estresante solo para confirmar una obviedad, y se mostraron sorprendidos de que un comité de ética le hubiera dado el visto bueno. En un foro dedicado a discutir papers, una de las autoras lamentó el rechazo diciendo que era una investigación científica motivada por la curiosidad, y que no esperaban tantos comentarios no científicos. “Por favor, no traigan factores no científicos a nuestra investigación científica”, concluyó. Eso fue lo último que se supo. El artículo nunca fue publicado y no ha habido más declaraciones. Para mí fue el inicio de una investigación que todavía dura. Descubrí que aquello que en carne y hueso había causado tanto horror, sobre el papel era planteado como una cuestión de igualdad de género. Si las mujeres cis tienen derecho al trasplante de útero, razonan algunos, negárselo a las mujeres trans sería discriminación.

Más allá de la especulación sobre úteros masculinos, la realidad es que docenas de mujeres en todo el mundo han recibido trasplantes, y en algunos casos han nacido bebés. Por ahora, la operación sigue siendo excepcional. En España sólo se han realizado dos en el Hospital Clínic de Barcelona. Otros países tienen más experiencia, como Estados Unidos o Suecia, pero siempre dentro de ensayos clínicos. Esto significa que todavía no es un procedimiento rutinario, por lo que ninguna mujer, incluso si es donante de órganos, es automáticamente donante de útero. Pero cada vez hay más presión para convertirlos en algo normal, en una opción más para todas las mujeres. Llegará un día en el que estas deberán plantearse si estarían dispuestas a pasar por ello para ser madres, o si serían capaces de donar su útero a otra mujer. Los trasplantes podrían cambiar para siempre nuestra manera de entender la maternidad.

Antes de convertirlos en una operación más, los cirujanos tienen que hacerlos más seguros. Tanto la donante como la receptora se someten a operaciones largas y arriesgadas. En palabras de Victor Gomel, una autoridad mundial en microcirugía, “el procedimiento quirúrgico para la donante viva es altamente invasivo, complejo, peligroso, y largo y puede reducir su calidad de vida”. Además, quedan muchas incógnitas por responder sobre cómo afecta el proceso al bebé. Incluso si la parte técnica se perfecciona, nadie sabe con qué criterio se podrían distribuir los úteros en el caso de donantes anónimas o fallecidas. Si el único requisito es el deseo de ser madre, ¿cómo se mide su urgencia? ¿Cómo se crea una lista de espera? ¿Quién, en definitiva, lo necesita más que otras?

El debate sobre los trasplantes de útero desborda la medicina. Hay que hablar de bioética y del derecho de filiación. Del duelo que pasan las mujeres para aceptar su esterilidad. De la carga psicológica de donar un órgano tan central para la identidad, y de que la receptora deba desecharlo tras la cesárea. Del riesgo de que se coaccione a las donantes con incentivos económicos, y muchas otras consecuencias previstas e imprevistas. Ni siquiera su historia es sencilla. El primer trasplante de la historia podría haber sucedido en Alemania en 1931, una parte omitida de la novela (y película) “La chica danesa”. También podría haber pasado en Arabia Saudí en el año 2000, donde los médicos fueron acusados de operar sin el consentimiento de la donante, o en Turquía en 2011. Por eso voy a escribir una serie de artículos cubriendo todas las aristas del problema, desde la historia que los ha hecho posibles hasta los últimos avances. Espero que les gusten.

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